Publicado por: Geobanys Valle Rojas
Recuperado de: www.cubadebate.cu
Por: Rosa María de Lahaye Guerra
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Uno de los imperativos actuales de la investigación científica de la santería y, en general, de las religiones cubanas de origen preponderantemente africano, es superar el enfoque descriptivo y folklorista dominante en la literatura, el cual se expresa tanto en el análisis de los mitos, los ritos y los símbolos, como en el estudio de las relaciones sociales en las comunidades religiosas.
Este enfoque empirista se hace sentir de la forma más notoria en la caracterización de las deidades que conforman el panteón de la santería. Así, Aggayú se presenta como oricha del desierto o la “tierra seca”, y como patrón de los caminantes, los automovilistas, los aviadores y los estibadores; Changó, como oricha del fuego, el rayo, el trueno, la guerra, los tambores batá, la belleza viril, etc.; Obbatalá, como creador de la Tierra y escultor del ser humano, y como “dueño” de todo lo blanco, de la cabeza, de los pensamientos y los sueños; Oggún, como deidad de los minerales, de las montañas y de las herramientas, y como patrón de los herreros, los mecánicos, los ingenieros, los soldados, los físicos y los químicos.
A estas sinopsis suele seguir una referencia externa a los caminos de los orichas, al color y al número que se les asocian, a sus herramientas, comidas, bailes, y la narración de diversos patakíes, con frecuencia sin indicación de fuentes orales o escritas.
El denominador común de estas caracterizaciones es la exclusión de todo género de contradicciones en las informaciones acopiadas: los orichas se presentan de forma invariable como un ensamblaje armonioso de rasgos formalmente vinculados entre sí, y los testimonios que indican matices y corrimientos de sentido e, incluso, francas contradicciones imposibles de articular en una unidad formalmente coherente, son menospreciados o relegados a un segundo plano de la exposición. En el mejor de los casos, los desajustes formales son atribuidos a la “falta de confiabilidad” de algunos informantes y al desgaste de su memoria histórica, o al desconocimiento de la forma primigenia del culto “en África”.
Es interesante constatar que este género de caracterizaciones estereotipadas se reproduce de forma análoga en Brasil, con énfasis en funciones familiares y educativas. Así, por ejemplo, en la obra Os orixás e o segredo da vida. Lógica, mitologia e ecología, Mario Cesar Barcellos se refiere a Iemanjá como la “Majestad de los Mares, Señora de los Océanos, sirena sagrada, considerada como madre de todos los Orichas, regente absoluta de los hogares, protectora de la familia […]” En su semblanza, este oricha, por una parte, es “la base de la formación de una familia”, “el sentimiento familiar”, “la preocupación y el deseo de ver a salvo y sin problemas aquello que amamos”, “la manutención y la armonía del hogar”; y por otra parte, “es la Señora de las aguas saladas, la que proporciona buena pesca en los mares, la reina de los seres acuáticos, la que provee el alimento venido de su reino”, “la onda del mar, el maremoto, la resaca de la playa, la marea”.
En esencia, este es el mismo enfoque que encontramos incluso en autores de tanto renombre en nuestro país como Lydia Cabrera. Basta revisar, por ejemplo, su obra Yemayá y Ochún para que nos percatemos de que en ella rige de forma inequívoca la lógica que hemos bosquejado, en un tono más bien poético y novelesco. Al registrar, por ejemplo, diversas declaraciones sobre Yemayá proporcionadas por sus informantes y relatar alrededor de treinta patakíes (relatos míticos) contados por éstos y embellecidos por su pluma, la autora no pasa de presentarla como deidad del mar, como reina de los mares y madre de todo lo existente, como sabia y misericordiosa; y de consignar sus “atributos” y “herramientas”, sus bailes, el número y los colores que se le asocian, etc.; si bien es justo reconocer que la diversidad de los relatos míticos recopilados por ella nos presenta a una Yemayá rica en facetas contradictorias y en determinaciones sociales y culturales. Pero, hablando con rigor científico, Lydia Cabrera no sabe qué hacer con esta contradictoriedad ni con estas determinaciones. No es casual que, con su modestia característica, la autora afirme en el prólogo de El Monte que no tiene pretensiones científicas de ninguna clase.
En relación con otros autores, me permitiré citar, sin comentarios, la semblanza de Yemayá que ofrece Natalia Bolívar en Los orichas en Cuba: “Orisha mayor. Madre de la vida. Considerada como madre de todos los orishas. Es la dueña de las aguas y representa al mar, fuente fundamental de la vida. Por eso se dice que “el santo nació del mar” […]. Fue mujer de Babalú Ayé, de Agayú, de Orula y de Oggún. Le gusta cazar, chapear, manejar el machete. Es indomable y astuta. Sus castigos son duros y su cólera es terrible pero justiciera. Su nombre no debe ser pronunciado por quien la tenga asentada, sin antes tocar la tierra con las yemas de los dedos y besar en ellos la huella del polvo. Según algunos, procede de la tierra de Oyó; según otros, de Mina.” Y punto final.
Desde nuestro punto de vista, plantear en términos teóricos la interrogante acerca de la naturaleza específica de uno u otro oricha significa considerarlo una configuración ideal objetiva, una mediación ideal de la actividad humana, un símbolo que condiciona las relaciones sociales en la comunidad religiosa, un prisma a través del cual los seres humanos ven, oyen, sienten, sueñan, temen, piensan el mundo y se piensan a sí mismos, construyen su propia realidad y su relación con esta realidad.
Las consideraciones precedentes marcan una diferencia sustancial con respecto a las perspectivas propias de la Teología, por una parte, y del Ateísmo Científico, por otra. A diferencia de los estudios de naturaleza teológica, nosotros no postulamos la existencia ontológica y sobrenatural de la divinidad, no partimos de la fe en ella, ni realizamos el menor intento de demostrar la veracidad de las representaciones religiosas, la eficacia de sus ritos, ni de defender la moral o las normas de conducta existentes en las comunidades de santeros. Nuestro propósito no es hacer una apología de la santería; pero tampoco nos proponemos someter a crítica una u otra intención apologética, conscientes de que, en esencia, constituyen una reacción inevitable por parte de los religiosos al alto grado de discriminación al que se han visto sometidas sus creencias y sus prácticas por parte de otras denominaciones religiosas, y también por muchos ateos.
No cuestionamos la legitimidad cultural, social, histórica de la santería, conocedores, parafraseando a José Martí, de que se precisa ser un ignorante para no reconocer que todas las religiones, puestas unas sobre las otras, expresan siempre lo mismo, y tienen la misma dignidad y el mismo derecho a la existencia. Por esta razón, el enfoque que propugnamos tampoco se enmarca en lo que durante décadas se conoció como Ateísmo Científico: nada más distante de nuestra intención que presentar un sistema de demostraciones de la falsedad de las representaciones religiosas y la ineficacia de sus ritos, ni someter a una crítica negativa la moral religiosa o las normas de conducta de los creyentes; ni defender el ateísmo como modo de pensamiento.
Esta postura teórica y, podríamos decir, ética, permite tomar la distancia necesaria que reclama la investigación antropológica, y enfocar el complejo simbólico de la santería como una interrelación peculiar de determinaciones objetivas y subjetivas inherente a la cultura religiosa popular cubana, como una forma de actividad, subjetiva y objetiva a un tiempo.
Avanzar por esta vía no obedece en modo alguno a preocupaciones eruditas, sino al imperativo de conocer las formas de pensamiento y actividad inherentes a la cultura popular cubana, en particular, a la santería, como requisito indispensable para el trazado de la política cultural en nuestro país y para la ambiciosa obra de pedagogía popular en que la Revolución está enfrascada. Como afirmaba Antonio Gramsci, “el folklore no debe ser concebido como una curiosidad, una rareza, una cosa ridícula, una cosa a lo sumo pintoresca; sino debe ser concebido como una cosa muy seria y que hay que tomar en serio. Sólo así la enseñanza será más eficaz y más formativa de la cultura de las grandes masas populares y desaparecerá la división entre cultura moderna y cultura popular o folklore.”
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