lunes, 29 de mayo de 2017

EL FOCO DE LA SANTERÍA SANTIAGUERA (UN POCO DE HISTORIA)

JOSÉ MILLET*

Tomado por: Geobanys Valle Olo Oshún
Recuperado de  https://es-la.facebook.com

*Escritor y etnogràfo cubano, fundador (1982) de la Casa del Caribe, donde se desempeñò por màs de dos décadas como Investigador Auxiliar y jefe del Equipo de Estudio de las religiones afrocubanas y el Espiritismo. Premio nacional en investigación sociocultural del Ministerio de Cultura de Cuba.

Durante los últimos diez años ha vuelto a ponerse en el centro de la mira el tema de la religiosidad tradicional del pueblo cubano. Es evidente que enfrentamos una coyuntura muy especial de la cultura cubana, avivada por la polémica de la viabilidad del socialismo en un país económicamente subdesarrollado, cuestionada a partir de la caída del muro de Berlín, etc. La cuestión que se plantea, desde mi punto de vista, no es obviamente su existencia, que es tangible, sino por qué y cómo subsiste esa realidad. Anticipo mi respuesta, que es bien simple a todas luces: existe esa opción revolucionaria en Cuba por la capacidad de resistencia del pueblo y esta descansa en nuestra sólida espiritualidad.
Se ha avanzado bastante en el estudio de algunas zonas de esta espiritualidad, pero queda aun mucho más por indagar y descubrir que camino transitado hasta el presente. Todavía arrastramos la herencia neocolonial de la concentración de los esfuerzos y recursos en el Occidente del país, dejando muy poco a la “periferia”. Con disculpas anticipadas por una presunta inmodestia, el trabajo de la Casa del Caribe en estos últimos veinte años ha intentado, conscientemente, enmendar en algo este desbalance al tomar como región de estudio su extremo oriental.
En otras publicaciones hemos testimoniado el descubrimiento por nuestro equipo de investigadores, de la existencia de un vodú en Cuba que manifiesta, por un lado, los rasgos característicos del vodú imperante en Haití en las primeras décadas del siglo XX y, por el otro y coexistiendo con el anterior, los de un vodú más cercano a una variante nacional cubana. También hemos dado noticias del hallazgo de otro sistema de pensamiento religioso mencionado por primera vez como espiritismo cruzado en un artículo de Isaac Barreal a mediados de los sesenta. En ambos se transparenta África vigorosamente en la filosofía, la mecánica litúrgica y los fundamentos y principios religiosos. Pero en el trecho por transcurrir antes aludido permanecen sin responder algunas interrogantes que atacaremos aquí.
Desde la década de los ochenta, se comenzó un trabajo dirigido a estudiar la personalidad cultural del santiaguero, detrás de la cual habían andado estimados teatristas y promotores culturales nucleados alrededor del Cabildo Teatral Santiago. Sus propuestas escénicas habían estado fundamentadas en el rescate de las expresiones de la cultura tradicional local, especialmente de aquellas propias del carnaval y las de los denominados cultos sincréticos afrocubanos. Esto que ahora se ha puesto de moda como “trabajo comunitario” resultó desde entonces un estilo de vinculación efectiva con los sectores sociales “periféricos” portadores de esas tradiciones, al que nos hemos mantenido consecuentemente comprometidos hasta el presente. Resulta evidente que la investigación de un objeto debe relacionarse con su historia, y de aquí se sigue que arrostremos uno de los escollos más difíciles de vencer: la casi inexistencia de fuentes escritas para estas fiestas populares y, mucho menos o casi absolutamente menos, en lo que respecta a esta clase de religiosidad no estatuida formalmente. Este reto es posible vencerlo con la aplicación de una indagación exhaustiva en las fuentes orales disponibles, con un esfuerzo especulativo y con mucha imaginación sociológica. Y a ello nos hemos encomendado últimamente.
Es interesante por más de un motivo la vieja afirmación hecha por reputados santiagueros al referirse a la entrada de la santería en Santiago de Cuba. Existe consenso entre ellos en que las primeras décadas del siglo veinte son las adecuadas para enmarcar el arribo de ciertas personalidades religiosas prominentes que habrían desempeñado el importante papel de “introducir” y, en algunos casos, de expandir las reglas africanas conocidas por los términos genéricos de Santería, en un caso —de procedencia o ascendente original nigeriano— y de Regla de Palo, en el otro y de ascendencia bantú. Estos pioneros procedían de Matanzas y La Habana, justamente de la región que los congos definen por kunanbanza o “tierra de santo”, uno de los polos de la cultura tradicional de base africana de Cuba. Determinadas circunstancias históricas que vamos a omitir por razones de espacio, condicionaron este contacto con la otra región que, por boca de esos mismos descendientes de africanos, ha sido denominada como kunanfinda o “tierra de muertos”. Se nos interponen las siguientes preguntas: antes de la entrada de esas religiones, ¿no existía santería en nuestra ciudad? ¿tampoco existía Regla de Palo? Si carecíamos de ambas Reglas, ¿qué existía entonces?
Esclavos de diferentes procedencias étnicas, y descendientes de estos, los había en esta localidad. El proceso de transculturación entre ellos, los indocubanos, los españoles, luego los hispano-cubanos, los criollos y más tarde los cubanos, habían pasado por cauces y mecanismos con particularidades tan propias que traerían aparejadas la cristalización de una personalidad cultural que destaca en el concierto de los rasgos caracterológicos del ser nacional. Me inclino por considerar la franja sub-oriental de esta región como una con un predominio de las culturas procedentes del stock bantú, lo que en bastante medida ha contribuido a dibujar en ellas rasgos muy especiales de la mencionada personalidad. Un ejemplo claro de los denominados congos es la excepcional capacidad de adaptación e integración a otras culturas, sean africanas o de otras latitudes. Esta plasticidad actuó en todas las esferas y niveles del espíritu: en la lengua, el pensamiento, las costumbres, el comportamiento cotidiano, las ideas y creencias, la fabulación, el arte y la ritualidad manifiesta en casi todo. En íntima interrelación con la cultura española, francesa, criolla haitiana, forma parte del sustrato o humus de aquella sociedad oriental con un peso específico elevado. Antes de la fecha antes señalada, predominaban ideas, creencias y costumbres religiosas en las que es posible extraer componentes del catolicismo popular —en cuyo vértice se distingue el culto mariano en alto relieve— y de la cultura francohaitiana, para descartar el otro componente africano al que venimos aproximándonos. Naturalmente, en la conciencia individual y en la práctica o comportamiento social unos y otros actuaban por separado o al unísono, según fuera el caso. Todo desembocaba en una especie de espiritualismo en el que se destacan el culto a los ancestros y el culto a los muertos, este más cercanamente. Estimo que este último lo invade y lo impregna todo, como elemento unificador por excelencia. Esta me parece que es en parte la respuesta a la pregunta de qué ocupaba el espacio —la conciencia y el accionar— que ha venido a llenar en estas últimas siete décadas, aproximadamente, la Ocha y el Palo introducidos aquí presuntamente en fecha tardía.
En ese “antes”, el muerterismo o Regla muertera llenaba la mente y la praxis religiosa de aquella sociedad postcolonial. Pero esta afirmación no excluye la práctica del Palo ni aun de la santería. Mas, ¿cómo tenía lugar esta práctica? Este es un asunto de los más espinosos, sobre todo en lo que al Palo se refiere, acerca del cual la mayoría de nuestros informantes afirman desconocerlo casi todo al referirse a ese “antes de”. De modo que la historia de la Regla conga en esta localidad santiaguera parece ser una tarea intransitable para el científico a juzgar por el problema al que nos enfrentamos con las fuentes orales.
Los estudiosos de africanías de Cuba con harta frecuencia olvidan el régimen ideológico al que el amo sometía al esclavo. Este régimen incluía la obligación de aceptar el catolicismo como religión única y valedera y a la Iglesia Católica como patrón al que debía ajustarse su comportamiento. A partir de estos dos instrumentos de dominio, se ejercía el control de la conciencia y la represión y condena de toda idea y conducta que se apartaran de las normas. Obviamente, no sólo se le solicitaba al esclavo que lavara y expurgara su conciencia de toda idea o creencia primitiva o atávica, sino que hiciese también dejación de la práctica de cualquier otra religión que no fuese esta que era presentada como la oficial. En suma, que renunciase a su cultura so pena del más cruel castigo aquí y en el más allá. Esta represión pendió siempre como un látigo encima de la cabeza del esclavo y luego en las cabezas de sus descendientes, hasta la segunda mitad del siglo XX.
Los signos cristianos, como la cruz, que observamos en los artefactos rituales de los ile-ocha y en las casas de palo, no son expresivos de un mero enmascaramiento de creencias e ideas del esclavo. Lo son en tanto que mecanismo de defensa, pero también expresan una mentalidad integradora, gracias a la cual el oprimido se apoderó de los símbolos de dominio de sus opresores. Asimismo son signos de una cultura propia no excluyente de ningún elemento procedente de las culturas que le sirvieron de sostén y que la han alimentado hasta el presente. El crucifijo visible encima de la nganga conga es el símbolo del cristianismo impuesto por la violencia del esclavista y es, al mismo tiempo, el símbolo de Nsambi o del Ser Supremo del congo, como genéricamente se conoce al esclavo de procedencia bantú y a su descendencia sanguínea y espiritual. Nsambi, en todo caso, es el todo, la unidad absoluta de lo existente que se expresa y representa en cada una de sus partes, incluida la especie humana dentro del reino animal.
Estos signos confluyeron en un tipo de conciencia que calificamos de espiritual, en la que fueron subsumidos y asimilados componentes cristianos y, en menor medida, aquellos otros de un tipo de catolicismo cuya impronta era portadora de una imagen que se avenía mejor con los signos y significados de las religiones africanas. Así, la imagen del Cristo doliente de la crucifixión es difícil de aproximar a la de Nsambi, pero debe tomarse por cierta que en la conciencia del cubano ambas coexistieron, y coexisten hoy, y tal vez este sea uno de los símbolos más nítidamente distintivos de la cubanía.
La mayoría de los babalochas, iyalochas y aun babalawos entrevistados recientemente por mí para la redacción del presente artículo coinciden, de manera general, en las siguientes afirmaciones: 1- hasta las primeras décadas del siglo XX no se conocía la santería en Santiago de Cuba; 2- la denominada Regla de Palo o Regla conga es menos mencionada y acerca de ella es difícil obtener información más abundante y precisa, aunque hay practicantes que afirman que también fue introducida para la misma fecha desde Occidente; 3- lo que imperaba aquí en Santiago era una especie de espiritismo denominado muerterismo, en contraposición con el espiritismo de cordón típico de la llanura del Cauto, con centro en el eje Manzanillo-Bayamo y territorios adyacentes y 4- las creencias más al uso eran las católicas y las espirituales. Abordaré sucintamente estos temas apoyándome en el testimonio verbal de algunas de las personalidades religiosas entrevistadas.
Luis Felipe Banderas “Cunino” —cuyo nombre en santo es Eshú-Tolú— se hizo Ocha el 13 de diciembre de 1944. Tenía 53 años de iniciado cuando lo entrevisté por última vez y su reputación se fundó en sus conocimientos muy maduros en torno a esta religión, además de el liderazgo indiscutible que ejercía entre los demás santeros. Su madrina, Ana María, hacía cuatro años que había sido coronada en Obatalá cuando le asentó Eleguá en su cabeza y lo hizo en el barrio del Cerro. El hilo de Ariadna se detiene en otra iyalocha habanera: en Aurora Lamar, iniciadora de Consuelo, a su vez madrina de Ana María. Según Cunino, la suya es la rama Eshú-Bi, la mayor que existe en la santería y que tiene a José Urquiola como el padrino de la propia Aurora. Más adelante proporcionaremos más datos que avalan el importantísimo papel desempeñado por ella en el nacimiento y desarrollo de la Regla de Ocha en nuestra ciudad.
En Santiago de Cuba casi nadie conocía de la existencia del santo Ochún en que había sido iniciada María Leal, presuntamente la primera santera de la ciudad. Le seguía Rosita Balbueno, a quien Ramoncito —en santo Ochún Yumí— le coronó Obatalá. En Ocha ella se llamó Oyé-Yeí. Esto parece constituir parte de la prehistoria de la santería local, período que deberá ser estudiado exhaustivamente. Cunino afirmó que el primer santo que se hizo aquí fue el de Rosa Torres —en lucumí Changó-Gumí— y, a los seis meses siguientes, fue iniciado Reynerio Pérez, en Ocha Abí-Colá. Ambos lo hicieron en La Habana, donde al parecer se lo hicieron todos los que le precedieron. Tres años después fue iniciada Totica, también un Changó y que en santo se llamó Obbá-Ké. Para entonces, muchas personas eran identificadas como santeros, pero no estaban iniciadas formalmente en la Regla. Dice Rafaela Noemí Constantín García, “Cucha”, nieta de Rosa Torres, que estos eran paleros o muerteros, no iniciados verdaderamente. En realidad, el asunto tenía —y tiene aun hoy— aristas más complejas, porque es un fenómeno que observo detenidamente hoy en algunas provincias orientales: la autoiniciación. Es lo característico de la Regla muertera: integrar dentro de sí a otros sistemas religiosos, de tal modo que estos no constituyan elementos en tensión en su interior, de ahí que en otro lugar lo haya denominado como espiritismo integrado, en vez de usar el término cruzado. No es ocioso observar que con ello se ahorraba tener que asumir los ritos complicados del proceso iniciático y la liturgia enrevesada propia de esta religión yoruba. Valdría la pena volver en otro lugar sobre el asunto.
Lo cierto es que nadie había iniciado a otra persona aquí antes que Aurora Lamar iniciara a Amada Sánchez —Alab-bí— en 1942, también en La Habana le hizo Obatalá. Aurora trajo a esta ahijada a Santiago para presentársela a los santeros mayores de la localidad: a Reynerio, a Totica y a Rosa Torres. Fue en esa ocasión que la madrina formuló la importante pregunta de por qué no se hacían santos en Santiago: “¿Aquí no hay hierbas? ¿Aquí no hay ríos? ¿No hay piedras? ¿No hay plaza? ¡Aquí lo que no hay es santeros!” Esta serie de preguntas ha pasado a la memoria colectiva con la fuerza de un aldabonazo. Con ella abrió los ojos del santiaguero para que se preparara para asumir aquel reto. Ella manifestó entonces que iba a traer los santeros de La Habana que permitieran crear las condiciones para hacer santo en la ciudad. Así fue como la propia Amada Sánchez hizo el primer santo en Santiago de Cuba: se lo hizo en su casa de Trocha y calle 8 a Pablo Vicente Mejía, quien en Ocha se llamó Obbá-bí y se trataba de un Obatalá. A Cunino le pareció que lo yuboneó la propia Aurora. Falta precisar la fecha exacta en que se produjo este hecho tan significativo para la cultura santiaguera, el cual constituye motivo de fiesta por marcar un hito en el proceso de independencia del dominio de la metrópoli habanera.
El extinto santero Ibrahim Hechavarría Roca fue rayado en palo por Reynerio e iniciado en la santería por Rosa Torres. Su ayubbona fue Ana Gloria —Ofún-Dolá—, quien vivía en San Antonio, entre Carnicería y Moncada. El suyo, según él, fue el primer Ogún de la ciudad. Recuerda que fue Eleguá, en la cabeza de Cunino, quien le indicó que debía iniciarse, necesidad confirmada en el tambor que se realizó en la Torrecita de Oro, un bar de mujeres propiedad de Amada1. Unos santeros subidos se lo dijeron allí, en medio del wemilere. Confirma asimismo en su testimonio el comienzo de la santería en una fecha imprecisa en la que se ubica el célebre pasaje relacionado con Aurora antes referido y, después de mencionar “a un señor que se llamaba Pablito”, relaciona a José Pie, Habana Park, a quien le hicieron Oyá y fue muy buen orihaté; él daba muy buenos tambores en la herrería de Basilio, que estaba en Trocha...”, como los primeros iniciados de la ciudad.
Cucha nació el 24 de octubre de 1926 en la casa donde hoy vive, la misma donde su abuela Rosa Torres tenía su célebre ilé-ocha que ella cuida con celo de cancerbero. El babalao habanero José Ramón Gutiérrez le entregó guerreros y cofá, así como recibió Olokun, todo en el año anterior a su iniciación en Ocha hace 48 años. Aurora Lamar había traído a un italero llamado Liberato, quien le hizo el registro en el que salió la letra que afirma que “oreja no pasa cabeza”. Es decir, en su casa había que hacerle santo primero a su madre, María Veneranda García Griñán, y así se lo hizo el 12 de agosto de 1952, dos días antes que el suyo. Al tercer día de aquel mes, entró en el trono su hermano Eligio Madan Constantín2, un babalao que vive actualmente en Venezuela. La madrina de santo de Cucha fue la propia Rosa y la yuboneó Aurora.
Cucha recuerda con cierto trabajo porque su dedicación casi completa a los nietos la alejó bastante de una relación permanente con el mundo santoral. Para ella Aurora era una mujer hermosa, jabá y de rasgos asiáticos por lo que la llamaban La China. La reconoce como la fundadora de la Ocha santiaguera y como una de las que hizo más santos en La Habana. Rosita Balbuena, santiaguera que casi no vivió en esta ciudad, fue quien le hizo santo a su abuela Rosa Torres. Estudiaba Medicina en La Habana y allí el oricha Obatalá le indicó que la medicina era él. Aurora conoció a Rosa en un viaje que hizo a la antigua capital de Oriente y se decidió que la iniciación se efectuara en La Habana. Cucha se esfuerza por recordar quién yuboneó aquel santo memorable, pero tal vez ella u otro viejo santero de aquí o de otro sitio de Cuba podrá llenar este vacío y también ayudar a saber quién fue el orihaté.
La abuela de Rosa pertenecía a una familia de África de posición social media. La llamaban Ma Braulia. Cuenta Cucha que vino a Cuba a gestionar la liberación de un hermano secuestrado allá y traído por la fuerza en condición de esclavo. Así fue como ella se quedó en la Isla, no se sabe si porque no pudo regresar o por otra causa. Murió en el año 1925 en Santiago de Cuba. Su hija, la madre de Rosa, se llamaba Petronila Torres, de quien se asegura también procedía de Africa. Cariñosamente todos se referían a ella con el apodo de Toña. Parece que cargaba el apellido del amo blanco que la compró o poseyó en condición servil, con cierta probabilidad, o del negrero que la transportó por el Atlántico al Caribe. De modo que la familia de Rosa tiene una estirpe negra africana, de la que se enorgullecen hoy las dos hijas de Cucha —con cuarentidós años de Ocha cada una— y sus dos nietos mellizos, omó añá de los batá de Pipo, hijo de Pura Pérez.
Rosa tenía afición por la música; siendo joven tocaba la guitarra y hasta hay quien la recuerda acompañándola con el canto. Tal vez esta gracia la heredara de su madre, que bailaba en la Tumba Francesa. Tuvo cuatro hijos que se hicieron santo: José Angel, el babalao, que vive en el Reparto Sueño; Iraí, ya fallecida, que tenía Yemayá; la madre de Cucha, quien murió en 1974 y Petronila Torres, muerta también y a quien le decían La China. El quinto, también fallecido, no se inició nunca. Ya vimos por qué entró en la Ocha la madre de Cucha; ella trabajó en la fábrica de ron Bacardí hasta su retiro. También lo hacía en el mismo puesto de trabajo, como fregadora de botellas, Rosa hasta que hizo el Cari-Ocha. Esto es un síntoma de la humildad de la familia.
El muerto con que trabajaba Rosa se llama Papá Víctor y fue quien le indicó que tenía que cruzar de la obra espiritual al santo. Para entonces ella le ofrecía su fiesta anual a aquella entidad muertera y a su casa asistía mucha gente. Pero nunca llegó a tener centro espiritista ni tampoco lo tuvo la madre de Cucha. Se recuerda la celebración que le hacía a Santa Bárbara, a quien cada año honraba a partir del día 3 de diciembre y los tambores continuaban su toque hasta las doce de la noche del 18. Ella le ofrecía a la santa bendita todo tipo de comidas, bebidas y frutas, de las cuales todo el mundo disfrutaba con gran entusiasmo y alegría A partir de su iniciación en Ocha empezó a consultar con el caracol en el mismo cuarto donde tiene hoy su altar la nieta. A su casa acudía, pues, mucha gente en busca de remedios a los quebrantos, males y otras situaciones.
En cuanto a sus ahijados, tuvo una cantidad que no he podido precisar, aunque sí algo de su procedencia o estatus social: dice Cucha que toda su gente era blanca y que entre sus iniciados se destacaba Gómez del Sol, administrador de la compañía eléctrica, uno de los Bacardí “[...] esa era gente de dinero, blancos de plata dura, también ella tenía ahijados tenientes, capitanes...”3. En parte se debía a que ellos aportaban el dinero para levantar las plazas exuberantes y copiosas que acompañaban los altares de sus fiestas, por las cuales la llamaban “El ventorrillo”. Era madrina de Ibrahim y de su ayudante Amada Guevara, como también lo fue del babalao Eutímides, de reciente fallecimiento. Su inquietud y energía inagotables la llevaron a desarrollar una amplia labor de desarrollo de la Ocha en nuestra ciudad y en sitios apartados de otros pueblos y áreas rurales, donde sembró numerosas semillas. Su carácter hacía que fuese sincera y directa en su trato con la gente, además de que con su gracia especial arrastraba a muchos que la seguían y querían. Dice Cucha que murió en 1977 a los 98 años y que tendría para entonces 45 ó 46 años de iniciada, por lo que su entrada en la Ocha ¿ocurrió en 1931?
Reynerio Pérez Sánchez es, indiscutiblemente, una de las personalidades religiosas más destacadas de Santiago de Cuba. Hay consenso en la afirmación de que llegó a la ciudad como miembro de las tropas enviadas por el Gobierno de Cuba con ocasión de la Guerra de los Negros, ocurrida en Oriente en 1912. Era originario del occidente de la isla, presumiblemente, de Matanzas, aunque el propio Cunino que lo conoció en un trato íntimo y que fue un santero con quien trabajó durante muchos años, desconocía de qué pueblo procedía. Me afirmó que desde que abrió sus ojos lo conocía, es decir, que se trataba de una figura destacada. Su individualidad creadora, su labor y carácter hicieron de la suya una de las casas-templo más sólidamente establecidas y reconocidas en la región oriental y aún en todo el país. De ahí que no dudemos al afirmar que estamos en presencia de una de las cabezas de las familias religiosas santiagueras más reputadas en tanto portadoras de las tradiciones africanas más auténticas y mejor conservadas de Cuba. Ya la ubicamos más arriba en la trilogía inicial de santeros de la localidad a quienes reconoce Aurora Lamar cuando le presenta a una recién iniciada por ella, en las primeras décadas del siglo XX. Aportaremos algunos datos acerca de su persona y familia, a reserva de que los ampliemos en otro trabajo de acuerdo con las investigaciones en curso.
Lourdes Olina Pérez, “Lula”, tiene 75 años de edad y actualmente es la representante del cabildo de su padre Reynerio. Reconoce a este como matancero y recuerda que su madre de ella, nacida en 1912, se casó con él a los 19 años. Vivían en Callejón de América, donde nació Noris, la mayor del matrimonio, en 1922 y el 25 de septiembre de 1925 vio la luz Lula, trasladada al año a la actual residencia del barrio de Los Hoyos. Allí Ramona Isaac le lavaba la ropa a Reynerio y fue en una casa cercana donde él conoció a Vicenta Tejeda Madariaga “Vicentica”, de quien se enamoró y quien luego se convertiría en su mujer de toda la vida. Murieron la señora que vivió hasta hace poco en la casa del Callejón, Luis el hermano suyo que le decía “hermano” a Reynerio y también aquella mujer a quien este llamaba mamá. Quedaba una nieta de esa señora que acaba de morir. Vicentica murió hace trece años, a los 83 años de edad. Se sabe de su extracción campesina, pero no el lugar de nacimiento ni de crianza. Eran sus padres quienes vivían en el mencionado Callejón, donde contrajo nupcias con el célebre babalocha matancero. Tuvieron 12 hijos y a ellos se sumaron 4 del matrimonio anterior de Reynerio. Sus nombres de pila son: Pedro Pérez Tejeda, a quien Vicentica le puso su apellido, nacido por Matanzas y a quien trajo el padre cuando se radicó aquí. Después tuvieron a Noris Esperanza; a Lula; Mirtha, Francisco “Quico”; Reynerio Humberto “Pepén; Manuel de Jesús; Vitelio Anastasio; Pura de la Concepción; Víctor Rolando; Ana Lidia; Martha Rosa; Carlos Rey; Justinita y a Euclides, que es el menor. Excepto las dos primeras, el resto de los hijos nació en la sede actual del Cabildo San Benito de Palermo en Los Hoyos. Viven Víctor Manuel, que reside en Maceo y San Agustín, y es tocador de tambor; Ana Lidia, que vive en La Habana; Pura; Vitelio, que reside en Los Pinos; Euclides; Mabis; Titica y Tula. De todos, dos se instruyeron a fondo en las religiones que dominaba el padre, aunque todos tienen santo hecho. Mirtha, madre del actual omó añá Tarabán y de Negro, fue la única mujer palera en los años en que no encontramos mujeres en esa religión. Noris tenía Oyá hecho y también se destacó mucho en la Ocha; fue ella quien escribió de su puño y letra las libretas cuyo contenido le dictó su padre y que ahora conserva el nieto Gerardo. Mirtha llegó a ser reconocida hasta en La Habana. Con la excepción de Ogún Tonú, nombre lucumí de la primera santera de Las Tunas, la mayoría de los santos que se han hecho en esa ciudad del norte de Oriente fueron hechos por ella. En cuanto a sus hermanos sanguíneos, Carlos Rey y Quico eran babalaos; Vitelio tenía hecho Changó; Poncho tenía hecho Agayú; Euclides “Chuchuchú” tiene hecho Eleguá; Pepén tenía Changó; Cucho, ya muerto; Ana Lidia “Irán”, tiene hecho Changó. Los dos hijos de esta también están iniciados, uno con Ochún y el otro con Obatalá, que es la ahijada de Pura. Lula y Pura se dedican a la obra espiritual.
Reynerio se inició en la Ocha en La habana, el 29 de diciembre de 1933. Su madrina fue Caridad Pacheco y el padrino el babalao Pedro Larrionda, a los tres meses recibió cuchillo. Pero antes ya era un conocido santero, por las continuas prácticas y el conocimiento adquirido de esa religión. Quiso afincar su cabeza haciéndose el santo y buscar el necesario reconocimiento que se adquiere con el asiento. Cuando vivía en Callejón de América, entre Calle 2 y San Agustín, trabajaba la muertería. Después que se mudó para Los Hoyos, en 1926, se entregó completamente a la Ocha, sin relegar el Palo, donde había nacido y con cuya regla llegó a esta ciudad. Resulta difícil precisar la cantidad de “pinos nuevos” que dejó y se sabe que entregó muchas cazuelas. Realmente su labor de extensión de la santería y el palo es una de las más relevantes de la historia santiaguera: su rama tiene retoños en La Habana, en Las Tunas donde son incontables, en Holguín, en Manzanillo. En Santiago de Cuba dejó muchos ahijados, a Pabí, a Reyna, Vicente, Valentina, Hortensia. En un mes hacía 5 ó 6 santos.
Reynerio tiene el mérito de haber formado a los santeros e italeros que garantizarían que se pudiese hacer Ocha en Santiago de Cuba. Entre los orihaté que él preparó cabe mencionar a Luis Guzmán, a “Chichichón” y a Ibrahim Hechavarría. La italería ha sido seguida por su nieto Gerardo y por el hijo de este, Juan Mendoza Bisset, que tiene 30 años de iniciado. Reina Hechavarría fue una de las ahijadas que mejor supo aprovechar el excepcional magisterio de Reynerio. Ella y Noris eran como las maletas de viaje que lo acompañaron a todos los sitios adonde él iba en funciones santorales: a Guantánamo, Las Tunas, Holguín, La Habana. Gracias a esa labor, dejó una legión de santeros mayores e iniciados, algunos de los cuales, como su caso y el de Vicente Portuondo Martín, han constituido su propio templo y familia religiosa, y desde allí han sabido ser fieles al legado que les dejó Abí Colá. Esa tradición de religiosidad auténticamente creadora es la que ha permitido trascender su muerte, acaecida en su cabildo el 30 de enero de 1974.
Aurora Lamar —Obbá Tolá, en lucumí—tenía hecho Agayú. Fue la madrina de santo de Vicentica y su padrino, José Urquiola, —Echú Bí, en santo— era íntimo amigo de Reynerio. Según Cunino, Aurora vivía en la calle Vigía número 110, en el reparto Atarés. Una de sus ahijadas, Amada Sánchez, comenzaría la tradición de hacer Ocha en Santiago de Cuba, hecho creador por el cual tiene ganado un sitio de honor en la historia religiosa de Cuba. Vimos ya que esta coronó a Pablo Vicente Mejía, hasta entonces palero como Vitué, el de Mejiquito. A principios de la década del cuarenta, Aurora conoció a Amada, quien años más tarde —en 1967— le entregaría collares a Walter Medina. Este se hizo babalao en Palmira. En el récord de la ciudad, cabe apuntarle a Walter el haber hecho los primeros Ifá de nuestra localidad. En efecto, en 1969, Mario Medina Hechavarría, ya fallecido, y Manuel García, fueron las primeras personas en acceder a la jerarquía de babalaos en Santiago, en la casa de Amada Sánchez, en la misma en que su hija Cuza actualmente comparte matrimonio con Walter. En aquel plante memorable se dieron igualmente dos Oddúas, también los primeros en recibirse en nuestra ciudad; los recibieron Amada Aguiar y un babalao, en Ifá Oddura Ñico, hermano de Ifá del propio Walter . Finalmente, se dieron varias manos de Orula y los dos primeros cuchillos. Para entonces, las casas-templos o ilé-ocha más reconocidas eran las de Reynerio, Rosa Torres, Totica y la de Mamita, que vivía en la calle San Carlos.
Esther Sánchez García “Cuza” nació en Veguita en 1928. Es la santera mayor de la ciudad. Su padre Blas era barbero de Manzanillo y su madre, Lucipa, murió de tétanos a los 37 años de edad. Tiene 4 hermanos, de ellos uno fallecido a los 64 años, tenía hecho Ogún; otro vive cerca de Cuza y tiene hecho Yemayá y Blas Maximino, que vive en los Estados Unidos, tiene Agayú. Cuza tiene dos hijos: Gerónimo y Amado Fernández Sánchez, trabajan en Venezuela. El padre de Cuza creía en el espiritismo y la abuela en La Caridad del Cobre, además de trabajar en el famoso centro de Monte Oscuro. La familia se trasladó a Santiago cuando Cuza tenía 9 años de edad y se establecieron en la calle Mejorana número 109, aunque Amada, su madre, vivió también en la calle San Pedro.
Aurora Lamar le hace santo a Cuza en 1944, en la calle Vigía donde la primera residía. Su padrino fue el esposo de la propia Aurora, José Ramón Gutiérrez, ahijado de Bernardo Rojas, quien era a su vez tío de los hijos de Cuza. Aracelis Fernández, que tiene hecho Ochún, fue su ayubbona. Cada vez que Amada o su hija Cuza hacían santo aquí las acompañaba la famosa santera de La Habana. Madre e hija entraron a esta religión por motivos de salud. Amada era muy amiga de la cantante Rita Montaner, quien la llevó a casa de la que sería su madrina. Allí fue iniciada y con este acto estableció una relación que perduraría siempre.
Hoy Cuza vive en la casa de su madre, donde cuida con celo y amor el altar con todos los atributos y objetos de la religión que heredó de su progenitora. Ella está también, por derecho propio, en la galería de los primeros santeros de la ciudad, junto con Reynerio, Rosa Torres, Totica, Amada Sánchez, Mamita, Rosita Balbueno, Leonila y todos aquellos ilustres que le han dado continuidad hasta el presente. En este punto se encuentran, al parecer, en un abrazo fraterno Oriente y Occidente, contribuyendo a reforzar la espiritualidad subyacente en cada expresión de cubanía.