JOSÉ MILLET*
Tomado por: Geobanys Valle Olo Oshún
Recuperado de https://es-la.facebook.com
*Escritor
y etnogràfo cubano, fundador (1982) de la Casa del Caribe, donde se
desempeñò por màs de dos décadas como Investigador Auxiliar y jefe del
Equipo de Estudio de las religiones afrocubanas y el Espiritismo. Premio
nacional en investigación sociocultural del Ministerio de Cultura de
Cuba.
Durante los últimos diez años ha vuelto a
ponerse en el centro de la mira el tema de la religiosidad tradicional
del pueblo cubano. Es evidente que enfrentamos una coyuntura muy
especial de la cultura cubana, avivada por la polémica de la viabilidad
del socialismo en un país económicamente subdesarrollado, cuestionada a
partir de la caída del muro de Berlín, etc. La cuestión que se plantea,
desde mi punto de vista, no es obviamente su existencia, que es
tangible, sino por qué y cómo subsiste esa realidad. Anticipo mi
respuesta, que es bien simple a todas luces: existe esa opción
revolucionaria en Cuba por la capacidad de resistencia del pueblo y esta
descansa en nuestra sólida espiritualidad.
Se ha avanzado bastante
en el estudio de algunas zonas de esta espiritualidad, pero queda aun
mucho más por indagar y descubrir que camino transitado hasta el
presente. Todavía arrastramos la herencia neocolonial de la
concentración de los esfuerzos y recursos en el Occidente del país,
dejando muy poco a la “periferia”. Con disculpas anticipadas por una
presunta inmodestia, el trabajo de la Casa del Caribe en estos últimos
veinte años ha intentado, conscientemente, enmendar en algo este
desbalance al tomar como región de estudio su extremo oriental.
En
otras publicaciones hemos testimoniado el descubrimiento por nuestro
equipo de investigadores, de la existencia de un vodú en Cuba que
manifiesta, por un lado, los rasgos característicos del vodú imperante
en Haití en las primeras décadas del siglo XX y, por el otro y
coexistiendo con el anterior, los de un vodú más cercano a una variante
nacional cubana. También hemos dado noticias del hallazgo de otro
sistema de pensamiento religioso mencionado por primera vez como
espiritismo cruzado en un artículo de Isaac Barreal a mediados de los
sesenta. En ambos se transparenta África vigorosamente en la filosofía,
la mecánica litúrgica y los fundamentos y principios religiosos. Pero en
el trecho por transcurrir antes aludido permanecen sin responder
algunas interrogantes que atacaremos aquí.
Desde la década de los
ochenta, se comenzó un trabajo dirigido a estudiar la personalidad
cultural del santiaguero, detrás de la cual habían andado estimados
teatristas y promotores culturales nucleados alrededor del Cabildo
Teatral Santiago. Sus propuestas escénicas habían estado fundamentadas
en el rescate de las expresiones de la cultura tradicional local,
especialmente de aquellas propias del carnaval y las de los denominados
cultos sincréticos afrocubanos. Esto que ahora se ha puesto de moda como
“trabajo comunitario” resultó desde entonces un estilo de vinculación
efectiva con los sectores sociales “periféricos” portadores de esas
tradiciones, al que nos hemos mantenido consecuentemente comprometidos
hasta el presente. Resulta evidente que la investigación de un objeto
debe relacionarse con su historia, y de aquí se sigue que arrostremos
uno de los escollos más difíciles de vencer: la casi inexistencia de
fuentes escritas para estas fiestas populares y, mucho menos o casi
absolutamente menos, en lo que respecta a esta clase de religiosidad no
estatuida formalmente. Este reto es posible vencerlo con la aplicación
de una indagación exhaustiva en las fuentes orales disponibles, con un
esfuerzo especulativo y con mucha imaginación sociológica. Y a ello nos
hemos encomendado últimamente.
Es interesante por más de un motivo la
vieja afirmación hecha por reputados santiagueros al referirse a la
entrada de la santería en Santiago de Cuba. Existe consenso entre ellos
en que las primeras décadas del siglo veinte son las adecuadas para
enmarcar el arribo de ciertas personalidades religiosas prominentes que
habrían desempeñado el importante papel de “introducir” y, en algunos
casos, de expandir las reglas africanas conocidas por los términos
genéricos de Santería, en un caso —de procedencia o ascendente original
nigeriano— y de Regla de Palo, en el otro y de ascendencia bantú. Estos
pioneros procedían de Matanzas y La Habana, justamente de la región que
los congos definen por kunanbanza o “tierra de santo”, uno de los polos
de la cultura tradicional de base africana de Cuba. Determinadas
circunstancias históricas que vamos a omitir por razones de espacio,
condicionaron este contacto con la otra región que, por boca de esos
mismos descendientes de africanos, ha sido denominada como kunanfinda o
“tierra de muertos”. Se nos interponen las siguientes preguntas: antes
de la entrada de esas religiones, ¿no existía santería en nuestra
ciudad? ¿tampoco existía Regla de Palo? Si carecíamos de ambas Reglas,
¿qué existía entonces?
Esclavos de diferentes procedencias étnicas, y
descendientes de estos, los había en esta localidad. El proceso de
transculturación entre ellos, los indocubanos, los españoles, luego los
hispano-cubanos, los criollos y más tarde los cubanos, habían pasado por
cauces y mecanismos con particularidades tan propias que traerían
aparejadas la cristalización de una personalidad cultural que destaca en
el concierto de los rasgos caracterológicos del ser nacional. Me
inclino por considerar la franja sub-oriental de esta región como una
con un predominio de las culturas procedentes del stock bantú, lo que en
bastante medida ha contribuido a dibujar en ellas rasgos muy especiales
de la mencionada personalidad. Un ejemplo claro de los denominados
congos es la excepcional capacidad de adaptación e integración a otras
culturas, sean africanas o de otras latitudes. Esta plasticidad actuó en
todas las esferas y niveles del espíritu: en la lengua, el pensamiento,
las costumbres, el comportamiento cotidiano, las ideas y creencias, la
fabulación, el arte y la ritualidad manifiesta en casi todo. En íntima
interrelación con la cultura española, francesa, criolla haitiana, forma
parte del sustrato o humus de aquella sociedad oriental con un peso
específico elevado. Antes de la fecha antes señalada, predominaban
ideas, creencias y costumbres religiosas en las que es posible extraer
componentes del catolicismo popular —en cuyo vértice se distingue el
culto mariano en alto relieve— y de la cultura francohaitiana, para
descartar el otro componente africano al que venimos aproximándonos.
Naturalmente, en la conciencia individual y en la práctica o
comportamiento social unos y otros actuaban por separado o al unísono,
según fuera el caso. Todo desembocaba en una especie de espiritualismo
en el que se destacan el culto a los ancestros y el culto a los muertos,
este más cercanamente. Estimo que este último lo invade y lo impregna
todo, como elemento unificador por excelencia. Esta me parece que es en
parte la respuesta a la pregunta de qué ocupaba el espacio —la
conciencia y el accionar— que ha venido a llenar en estas últimas siete
décadas, aproximadamente, la Ocha y el Palo introducidos aquí
presuntamente en fecha tardía.
En ese “antes”, el muerterismo o Regla
muertera llenaba la mente y la praxis religiosa de aquella sociedad
postcolonial. Pero esta afirmación no excluye la práctica del Palo ni
aun de la santería. Mas, ¿cómo tenía lugar esta práctica? Este es un
asunto de los más espinosos, sobre todo en lo que al Palo se refiere,
acerca del cual la mayoría de nuestros informantes afirman desconocerlo
casi todo al referirse a ese “antes de”. De modo que la historia de la
Regla conga en esta localidad santiaguera parece ser una tarea
intransitable para el científico a juzgar por el problema al que nos
enfrentamos con las fuentes orales.
Los estudiosos de africanías de
Cuba con harta frecuencia olvidan el régimen ideológico al que el amo
sometía al esclavo. Este régimen incluía la obligación de aceptar el
catolicismo como religión única y valedera y a la Iglesia Católica como
patrón al que debía ajustarse su comportamiento. A partir de estos dos
instrumentos de dominio, se ejercía el control de la conciencia y la
represión y condena de toda idea y conducta que se apartaran de las
normas. Obviamente, no sólo se le solicitaba al esclavo que lavara y
expurgara su conciencia de toda idea o creencia primitiva o atávica,
sino que hiciese también dejación de la práctica de cualquier otra
religión que no fuese esta que era presentada como la oficial. En suma,
que renunciase a su cultura so pena del más cruel castigo aquí y en el
más allá. Esta represión pendió siempre como un látigo encima de la
cabeza del esclavo y luego en las cabezas de sus descendientes, hasta la
segunda mitad del siglo XX.
Los signos cristianos, como la cruz, que
observamos en los artefactos rituales de los ile-ocha y en las casas de
palo, no son expresivos de un mero enmascaramiento de creencias e ideas
del esclavo. Lo son en tanto que mecanismo de defensa, pero también
expresan una mentalidad integradora, gracias a la cual el oprimido se
apoderó de los símbolos de dominio de sus opresores. Asimismo son signos
de una cultura propia no excluyente de ningún elemento procedente de
las culturas que le sirvieron de sostén y que la han alimentado hasta el
presente. El crucifijo visible encima de la nganga conga es el símbolo
del cristianismo impuesto por la violencia del esclavista y es, al mismo
tiempo, el símbolo de Nsambi o del Ser Supremo del congo, como
genéricamente se conoce al esclavo de procedencia bantú y a su
descendencia sanguínea y espiritual. Nsambi, en todo caso, es el todo,
la unidad absoluta de lo existente que se expresa y representa en cada
una de sus partes, incluida la especie humana dentro del reino animal.
Estos
signos confluyeron en un tipo de conciencia que calificamos de
espiritual, en la que fueron subsumidos y asimilados componentes
cristianos y, en menor medida, aquellos otros de un tipo de catolicismo
cuya impronta era portadora de una imagen que se avenía mejor con los
signos y significados de las religiones africanas. Así, la imagen del
Cristo doliente de la crucifixión es difícil de aproximar a la de
Nsambi, pero debe tomarse por cierta que en la conciencia del cubano
ambas coexistieron, y coexisten hoy, y tal vez este sea uno de los
símbolos más nítidamente distintivos de la cubanía.
La mayoría de los
babalochas, iyalochas y aun babalawos entrevistados recientemente por
mí para la redacción del presente artículo coinciden, de manera general,
en las siguientes afirmaciones: 1- hasta las primeras décadas del siglo
XX no se conocía la santería en Santiago de Cuba; 2- la denominada
Regla de Palo o Regla conga es menos mencionada y acerca de ella es
difícil obtener información más abundante y precisa, aunque hay
practicantes que afirman que también fue introducida para la misma fecha
desde Occidente; 3- lo que imperaba aquí en Santiago era una especie de
espiritismo denominado muerterismo, en contraposición con el
espiritismo de cordón típico de la llanura del Cauto, con centro en el
eje Manzanillo-Bayamo y territorios adyacentes y 4- las creencias más al
uso eran las católicas y las espirituales. Abordaré sucintamente estos
temas apoyándome en el testimonio verbal de algunas de las
personalidades religiosas entrevistadas.
Luis Felipe Banderas
“Cunino” —cuyo nombre en santo es Eshú-Tolú— se hizo Ocha el 13 de
diciembre de 1944. Tenía 53 años de iniciado cuando lo entrevisté por
última vez y su reputación se fundó en sus conocimientos muy maduros en
torno a esta religión, además de el liderazgo indiscutible que ejercía
entre los demás santeros. Su madrina, Ana María, hacía cuatro años que
había sido coronada en Obatalá cuando le asentó Eleguá en su cabeza y lo
hizo en el barrio del Cerro. El hilo de Ariadna se detiene en otra
iyalocha habanera: en Aurora Lamar, iniciadora de Consuelo, a su vez
madrina de Ana María. Según Cunino, la suya es la rama Eshú-Bi, la mayor
que existe en la santería y que tiene a José Urquiola como el padrino
de la propia Aurora. Más adelante proporcionaremos más datos que avalan
el importantísimo papel desempeñado por ella en el nacimiento y
desarrollo de la Regla de Ocha en nuestra ciudad.
En Santiago de Cuba
casi nadie conocía de la existencia del santo Ochún en que había sido
iniciada María Leal, presuntamente la primera santera de la ciudad. Le
seguía Rosita Balbueno, a quien Ramoncito —en santo Ochún Yumí— le
coronó Obatalá. En Ocha ella se llamó Oyé-Yeí. Esto parece constituir
parte de la prehistoria de la santería local, período que deberá ser
estudiado exhaustivamente. Cunino afirmó que el primer santo que se hizo
aquí fue el de Rosa Torres —en lucumí Changó-Gumí— y, a los seis meses
siguientes, fue iniciado Reynerio Pérez, en Ocha Abí-Colá. Ambos lo
hicieron en La Habana, donde al parecer se lo hicieron todos los que le
precedieron. Tres años después fue iniciada Totica, también un Changó y
que en santo se llamó Obbá-Ké. Para entonces, muchas personas eran
identificadas como santeros, pero no estaban iniciadas formalmente en la
Regla. Dice Rafaela Noemí Constantín García, “Cucha”, nieta de Rosa
Torres, que estos eran paleros o muerteros, no iniciados verdaderamente.
En realidad, el asunto tenía —y tiene aun hoy— aristas más complejas,
porque es un fenómeno que observo detenidamente hoy en algunas
provincias orientales: la autoiniciación. Es lo característico de la
Regla muertera: integrar dentro de sí a otros sistemas religiosos, de
tal modo que estos no constituyan elementos en tensión en su interior,
de ahí que en otro lugar lo haya denominado como espiritismo integrado,
en vez de usar el término cruzado. No es ocioso observar que con ello se
ahorraba tener que asumir los ritos complicados del proceso iniciático y
la liturgia enrevesada propia de esta religión yoruba. Valdría la pena
volver en otro lugar sobre el asunto.
Lo cierto es que nadie había
iniciado a otra persona aquí antes que Aurora Lamar iniciara a Amada
Sánchez —Alab-bí— en 1942, también en La Habana le hizo Obatalá. Aurora
trajo a esta ahijada a Santiago para presentársela a los santeros
mayores de la localidad: a Reynerio, a Totica y a Rosa Torres. Fue en
esa ocasión que la madrina formuló la importante pregunta de por qué no
se hacían santos en Santiago: “¿Aquí no hay hierbas? ¿Aquí no hay ríos?
¿No hay piedras? ¿No hay plaza? ¡Aquí lo que no hay es santeros!” Esta
serie de preguntas ha pasado a la memoria colectiva con la fuerza de un
aldabonazo. Con ella abrió los ojos del santiaguero para que se
preparara para asumir aquel reto. Ella manifestó entonces que iba a
traer los santeros de La Habana que permitieran crear las condiciones
para hacer santo en la ciudad. Así fue como la propia Amada Sánchez hizo
el primer santo en Santiago de Cuba: se lo hizo en su casa de Trocha y
calle 8 a Pablo Vicente Mejía, quien en Ocha se llamó Obbá-bí y se
trataba de un Obatalá. A Cunino le pareció que lo yuboneó la propia
Aurora. Falta precisar la fecha exacta en que se produjo este hecho tan
significativo para la cultura santiaguera, el cual constituye motivo de
fiesta por marcar un hito en el proceso de independencia del dominio de
la metrópoli habanera.
El extinto santero Ibrahim Hechavarría Roca
fue rayado en palo por Reynerio e iniciado en la santería por Rosa
Torres. Su ayubbona fue Ana Gloria —Ofún-Dolá—, quien vivía en San
Antonio, entre Carnicería y Moncada. El suyo, según él, fue el primer
Ogún de la ciudad. Recuerda que fue Eleguá, en la cabeza de Cunino,
quien le indicó que debía iniciarse, necesidad confirmada en el tambor
que se realizó en la Torrecita de Oro, un bar de mujeres propiedad de
Amada1. Unos santeros subidos se lo dijeron allí, en medio del wemilere.
Confirma asimismo en su testimonio el comienzo de la santería en una
fecha imprecisa en la que se ubica el célebre pasaje relacionado con
Aurora antes referido y, después de mencionar “a un señor que se llamaba
Pablito”, relaciona a José Pie, Habana Park, a quien le hicieron Oyá y
fue muy buen orihaté; él daba muy buenos tambores en la herrería de
Basilio, que estaba en Trocha...”, como los primeros iniciados de la
ciudad.
Cucha nació el 24 de octubre de 1926 en la casa donde hoy
vive, la misma donde su abuela Rosa Torres tenía su célebre ilé-ocha que
ella cuida con celo de cancerbero. El babalao habanero José Ramón
Gutiérrez le entregó guerreros y cofá, así como recibió Olokun, todo en
el año anterior a su iniciación en Ocha hace 48 años. Aurora Lamar había
traído a un italero llamado Liberato, quien le hizo el registro en el
que salió la letra que afirma que “oreja no pasa cabeza”. Es decir, en
su casa había que hacerle santo primero a su madre, María Veneranda
García Griñán, y así se lo hizo el 12 de agosto de 1952, dos días antes
que el suyo. Al tercer día de aquel mes, entró en el trono su hermano
Eligio Madan Constantín2, un babalao que vive actualmente en Venezuela.
La madrina de santo de Cucha fue la propia Rosa y la yuboneó Aurora.
Cucha
recuerda con cierto trabajo porque su dedicación casi completa a los
nietos la alejó bastante de una relación permanente con el mundo
santoral. Para ella Aurora era una mujer hermosa, jabá y de rasgos
asiáticos por lo que la llamaban La China. La reconoce como la fundadora
de la Ocha santiaguera y como una de las que hizo más santos en La
Habana. Rosita Balbuena, santiaguera que casi no vivió en esta ciudad,
fue quien le hizo santo a su abuela Rosa Torres. Estudiaba Medicina en
La Habana y allí el oricha Obatalá le indicó que la medicina era él.
Aurora conoció a Rosa en un viaje que hizo a la antigua capital de
Oriente y se decidió que la iniciación se efectuara en La Habana. Cucha
se esfuerza por recordar quién yuboneó aquel santo memorable, pero tal
vez ella u otro viejo santero de aquí o de otro sitio de Cuba podrá
llenar este vacío y también ayudar a saber quién fue el orihaté.
La
abuela de Rosa pertenecía a una familia de África de posición social
media. La llamaban Ma Braulia. Cuenta Cucha que vino a Cuba a gestionar
la liberación de un hermano secuestrado allá y traído por la fuerza en
condición de esclavo. Así fue como ella se quedó en la Isla, no se sabe
si porque no pudo regresar o por otra causa. Murió en el año 1925 en
Santiago de Cuba. Su hija, la madre de Rosa, se llamaba Petronila
Torres, de quien se asegura también procedía de Africa. Cariñosamente
todos se referían a ella con el apodo de Toña. Parece que cargaba el
apellido del amo blanco que la compró o poseyó en condición servil, con
cierta probabilidad, o del negrero que la transportó por el Atlántico al
Caribe. De modo que la familia de Rosa tiene una estirpe negra
africana, de la que se enorgullecen hoy las dos hijas de Cucha —con
cuarentidós años de Ocha cada una— y sus dos nietos mellizos, omó añá de
los batá de Pipo, hijo de Pura Pérez.
Rosa tenía afición por la
música; siendo joven tocaba la guitarra y hasta hay quien la recuerda
acompañándola con el canto. Tal vez esta gracia la heredara de su madre,
que bailaba en la Tumba Francesa. Tuvo cuatro hijos que se hicieron
santo: José Angel, el babalao, que vive en el Reparto Sueño; Iraí, ya
fallecida, que tenía Yemayá; la madre de Cucha, quien murió en 1974 y
Petronila Torres, muerta también y a quien le decían La China. El
quinto, también fallecido, no se inició nunca. Ya vimos por qué entró en
la Ocha la madre de Cucha; ella trabajó en la fábrica de ron Bacardí
hasta su retiro. También lo hacía en el mismo puesto de trabajo, como
fregadora de botellas, Rosa hasta que hizo el Cari-Ocha. Esto es un
síntoma de la humildad de la familia.
El muerto con que trabajaba
Rosa se llama Papá Víctor y fue quien le indicó que tenía que cruzar de
la obra espiritual al santo. Para entonces ella le ofrecía su fiesta
anual a aquella entidad muertera y a su casa asistía mucha gente. Pero
nunca llegó a tener centro espiritista ni tampoco lo tuvo la madre de
Cucha. Se recuerda la celebración que le hacía a Santa Bárbara, a quien
cada año honraba a partir del día 3 de diciembre y los tambores
continuaban su toque hasta las doce de la noche del 18. Ella le ofrecía a
la santa bendita todo tipo de comidas, bebidas y frutas, de las cuales
todo el mundo disfrutaba con gran entusiasmo y alegría A partir de su
iniciación en Ocha empezó a consultar con el caracol en el mismo cuarto
donde tiene hoy su altar la nieta. A su casa acudía, pues, mucha gente
en busca de remedios a los quebrantos, males y otras situaciones.
En
cuanto a sus ahijados, tuvo una cantidad que no he podido precisar,
aunque sí algo de su procedencia o estatus social: dice Cucha que toda
su gente era blanca y que entre sus iniciados se destacaba Gómez del
Sol, administrador de la compañía eléctrica, uno de los Bacardí “[...]
esa era gente de dinero, blancos de plata dura, también ella tenía
ahijados tenientes, capitanes...”3. En parte se debía a que ellos
aportaban el dinero para levantar las plazas exuberantes y copiosas que
acompañaban los altares de sus fiestas, por las cuales la llamaban “El
ventorrillo”. Era madrina de Ibrahim y de su ayudante Amada Guevara,
como también lo fue del babalao Eutímides, de reciente fallecimiento. Su
inquietud y energía inagotables la llevaron a desarrollar una amplia
labor de desarrollo de la Ocha en nuestra ciudad y en sitios apartados
de otros pueblos y áreas rurales, donde sembró numerosas semillas. Su
carácter hacía que fuese sincera y directa en su trato con la gente,
además de que con su gracia especial arrastraba a muchos que la seguían y
querían. Dice Cucha que murió en 1977 a los 98 años y que tendría para
entonces 45 ó 46 años de iniciada, por lo que su entrada en la Ocha
¿ocurrió en 1931?
Reynerio Pérez Sánchez es, indiscutiblemente,
una de las personalidades religiosas más destacadas de Santiago de Cuba.
Hay consenso en la afirmación de que llegó a la ciudad como miembro de
las tropas enviadas por el Gobierno de Cuba con ocasión de la Guerra de
los Negros, ocurrida en Oriente en 1912. Era originario del
occidente de la isla, presumiblemente, de Matanzas, aunque el propio
Cunino que lo conoció en un trato íntimo y que fue un santero con quien
trabajó durante muchos años, desconocía de qué pueblo procedía. Me
afirmó que desde que abrió sus ojos lo conocía, es decir, que se trataba
de una figura destacada. Su individualidad creadora, su labor y
carácter hicieron de la suya una de las casas-templo más sólidamente
establecidas y reconocidas en la región oriental y aún en todo el país.
De ahí que no dudemos al afirmar que estamos en presencia de una de las
cabezas de las familias religiosas santiagueras más reputadas en tanto
portadoras de las tradiciones africanas más auténticas y mejor
conservadas de Cuba. Ya la ubicamos más arriba en la trilogía inicial de
santeros de la localidad a quienes reconoce Aurora Lamar cuando le
presenta a una recién iniciada por ella, en las primeras décadas del
siglo XX. Aportaremos algunos datos acerca de su persona y familia, a
reserva de que los ampliemos en otro trabajo de acuerdo con las
investigaciones en curso.
Lourdes Olina Pérez, “Lula”, tiene 75 años
de edad y actualmente es la representante del cabildo de su padre
Reynerio. Reconoce a este como matancero y recuerda que su madre de
ella, nacida en 1912, se casó con él a los 19 años. Vivían en Callejón
de América, donde nació Noris, la mayor del matrimonio, en 1922 y el 25
de septiembre de 1925 vio la luz Lula, trasladada al año a la actual
residencia del barrio de Los Hoyos. Allí Ramona Isaac le lavaba la ropa a
Reynerio y fue en una casa cercana donde él conoció a Vicenta Tejeda
Madariaga “Vicentica”, de quien se enamoró y quien luego se convertiría
en su mujer de toda la vida. Murieron la señora que vivió hasta hace
poco en la casa del Callejón, Luis el hermano suyo que le decía
“hermano” a Reynerio y también aquella mujer a quien este llamaba mamá.
Quedaba una nieta de esa señora que acaba de morir. Vicentica murió hace
trece años, a los 83 años de edad. Se sabe de su extracción campesina,
pero no el lugar de nacimiento ni de crianza. Eran sus padres quienes
vivían en el mencionado Callejón, donde contrajo nupcias con el célebre
babalocha matancero. Tuvieron 12 hijos y a ellos se sumaron 4 del
matrimonio anterior de Reynerio. Sus nombres de pila son: Pedro Pérez
Tejeda, a quien Vicentica le puso su apellido, nacido por Matanzas y a
quien trajo el padre cuando se radicó aquí. Después tuvieron a Noris
Esperanza; a Lula; Mirtha, Francisco “Quico”; Reynerio Humberto “Pepén;
Manuel de Jesús; Vitelio Anastasio; Pura de la Concepción; Víctor
Rolando; Ana Lidia; Martha Rosa; Carlos Rey; Justinita y a Euclides, que
es el menor. Excepto las dos primeras, el resto de los hijos nació en
la sede actual del Cabildo San Benito de Palermo en Los Hoyos. Viven
Víctor Manuel, que reside en Maceo y San Agustín, y es tocador de
tambor; Ana Lidia, que vive en La Habana; Pura; Vitelio, que reside en
Los Pinos; Euclides; Mabis; Titica y Tula. De todos, dos se instruyeron a
fondo en las religiones que dominaba el padre, aunque todos tienen
santo hecho. Mirtha, madre del actual omó añá Tarabán y de Negro, fue la
única mujer palera en los años en que no encontramos mujeres en esa
religión. Noris tenía Oyá hecho y también se destacó mucho en la Ocha;
fue ella quien escribió de su puño y letra las libretas cuyo contenido
le dictó su padre y que ahora conserva el nieto Gerardo. Mirtha llegó a
ser reconocida hasta en La Habana. Con la excepción de Ogún Tonú, nombre
lucumí de la primera santera de Las Tunas, la mayoría de los santos que
se han hecho en esa ciudad del norte de Oriente fueron hechos por ella.
En cuanto a sus hermanos sanguíneos, Carlos Rey y Quico eran babalaos;
Vitelio tenía hecho Changó; Poncho tenía hecho Agayú; Euclides
“Chuchuchú” tiene hecho Eleguá; Pepén tenía Changó; Cucho, ya muerto;
Ana Lidia “Irán”, tiene hecho Changó. Los dos hijos de esta también
están iniciados, uno con Ochún y el otro con Obatalá, que es la ahijada
de Pura. Lula y Pura se dedican a la obra espiritual.
Reynerio se inició en la Ocha en La habana, el 29 de diciembre de 1933.
Su madrina fue Caridad Pacheco y el padrino el babalao Pedro Larrionda,
a los tres meses recibió cuchillo. Pero antes ya era un conocido
santero, por las continuas prácticas y el conocimiento adquirido de esa
religión. Quiso afincar su cabeza haciéndose el santo y buscar el
necesario reconocimiento que se adquiere con el asiento. Cuando vivía en
Callejón de América, entre Calle 2 y San Agustín, trabajaba la
muertería. Después que se mudó para Los Hoyos, en 1926, se entregó
completamente a la Ocha, sin relegar el Palo, donde había nacido y con
cuya regla llegó a esta ciudad. Resulta difícil precisar la cantidad de
“pinos nuevos” que dejó y se sabe que entregó muchas cazuelas. Realmente
su labor de extensión de la santería y el palo es una de las más
relevantes de la historia santiaguera: su rama tiene retoños en La
Habana, en Las Tunas donde son incontables, en Holguín, en Manzanillo.
En Santiago de Cuba dejó muchos ahijados, a Pabí, a Reyna, Vicente,
Valentina, Hortensia. En un mes hacía 5 ó 6 santos.
Reynerio tiene el
mérito de haber formado a los santeros e italeros que garantizarían que
se pudiese hacer Ocha en Santiago de Cuba. Entre los orihaté que él
preparó cabe mencionar a Luis Guzmán, a “Chichichón” y a Ibrahim
Hechavarría. La italería ha sido seguida por su nieto Gerardo y por el
hijo de este, Juan Mendoza Bisset, que tiene 30 años de iniciado. Reina
Hechavarría fue una de las ahijadas que mejor supo aprovechar el
excepcional magisterio de Reynerio. Ella y Noris eran como las maletas
de viaje que lo acompañaron a todos los sitios adonde él iba en
funciones santorales: a Guantánamo, Las Tunas, Holguín, La Habana.
Gracias a esa labor, dejó una legión de santeros mayores e iniciados,
algunos de los cuales, como su caso y el de Vicente Portuondo Martín,
han constituido su propio templo y familia religiosa, y desde allí han
sabido ser fieles al legado que les dejó Abí Colá. Esa tradición de
religiosidad auténticamente creadora es la que ha permitido trascender
su muerte, acaecida en su cabildo el 30 de enero de 1974.
Aurora
Lamar —Obbá Tolá, en lucumí—tenía hecho Agayú. Fue la madrina de santo
de Vicentica y su padrino, José Urquiola, —Echú Bí, en santo— era íntimo
amigo de Reynerio. Según Cunino, Aurora vivía en la calle Vigía número
110, en el reparto Atarés. Una de sus ahijadas, Amada Sánchez,
comenzaría la tradición de hacer Ocha en Santiago de Cuba, hecho creador
por el cual tiene ganado un sitio de honor en la historia religiosa de
Cuba. Vimos ya que esta coronó a Pablo Vicente Mejía, hasta entonces
palero como Vitué, el de Mejiquito. A principios de la década del
cuarenta, Aurora conoció a Amada, quien años más tarde —en 1967— le
entregaría collares a Walter Medina. Este se hizo babalao en Palmira. En
el récord de la ciudad, cabe apuntarle a Walter el haber hecho los
primeros Ifá de nuestra localidad. En efecto, en 1969, Mario Medina
Hechavarría, ya fallecido, y Manuel García, fueron las primeras personas
en acceder a la jerarquía de babalaos en Santiago, en la casa de Amada
Sánchez, en la misma en que su hija Cuza actualmente comparte matrimonio
con Walter. En aquel plante memorable se dieron igualmente dos Oddúas,
también los primeros en recibirse en nuestra ciudad; los recibieron
Amada Aguiar y un babalao, en Ifá Oddura Ñico, hermano de Ifá del propio
Walter . Finalmente, se dieron varias manos de Orula y los dos primeros
cuchillos. Para entonces, las casas-templos o ilé-ocha más reconocidas
eran las de Reynerio, Rosa Torres, Totica y la de Mamita, que vivía en
la calle San Carlos.
Esther Sánchez García “Cuza” nació en Veguita en
1928. Es la santera mayor de la ciudad. Su padre Blas era barbero de
Manzanillo y su madre, Lucipa, murió de tétanos a los 37 años de edad.
Tiene 4 hermanos, de ellos uno fallecido a los 64 años, tenía hecho
Ogún; otro vive cerca de Cuza y tiene hecho Yemayá y Blas Maximino, que
vive en los Estados Unidos, tiene Agayú. Cuza tiene dos hijos: Gerónimo y
Amado Fernández Sánchez, trabajan en Venezuela. El padre de Cuza creía
en el espiritismo y la abuela en La Caridad del Cobre, además de
trabajar en el famoso centro de Monte Oscuro. La familia se trasladó a
Santiago cuando Cuza tenía 9 años de edad y se establecieron en la calle
Mejorana número 109, aunque Amada, su madre, vivió también en la calle
San Pedro.
Aurora Lamar le hace santo a Cuza en 1944, en la calle
Vigía donde la primera residía. Su padrino fue el esposo de la propia
Aurora, José Ramón Gutiérrez, ahijado de Bernardo Rojas, quien era a su
vez tío de los hijos de Cuza. Aracelis Fernández, que tiene hecho Ochún,
fue su ayubbona. Cada vez que Amada o su hija Cuza hacían santo aquí
las acompañaba la famosa santera de La Habana. Madre e hija entraron a
esta religión por motivos de salud. Amada era muy amiga de la cantante
Rita Montaner, quien la llevó a casa de la que sería su madrina. Allí
fue iniciada y con este acto estableció una relación que perduraría
siempre.
Hoy Cuza vive en la casa de su madre, donde cuida con celo y
amor el altar con todos los atributos y objetos de la religión que
heredó de su progenitora. Ella está también, por derecho propio, en la
galería de los primeros santeros de la ciudad, junto con Reynerio, Rosa
Torres, Totica, Amada Sánchez, Mamita, Rosita Balbueno, Leonila y todos
aquellos ilustres que le han dado continuidad hasta el presente. En este
punto se encuentran, al parecer, en un abrazo fraterno Oriente y
Occidente, contribuyendo a reforzar la espiritualidad subyacente en cada
expresión de cubanía.